Meter la orquesta en el estudio de radio
Apareces en los años 20 del siglo pasado, en un bar donde la gente se arremolina alrededor de una radio. Te acercas. Se oye una obra de teatro, con todos sus actores y diálogos, hasta puedes oir a los músicos interpretando música que suena poco producida, como si todo el mundo estuviese en el estudio, reparto, músicos, instrumentos y hasta un gallo que sonaba en mitad de la obra.
Los primeros estudios de radio eran lugares amplios; en ellos tenían que caber multitudes de gente que reproducían los espectáculos que también daban en la calle.
Desde los años 20 a los 50, la programación de la radio consistió en reproducir lo que antes se hacía presencialmente. Cuando se retransmitían noticias, se leían directamente del periódico y cuando tocaba música, se acomodaba a la orquesta entera. Y cuando se podía sacar la emisora se llevaba a los toros o al fútbol, a contar lo que allí pasaba.
Tal cual. Contenidos y formatos viejos para un medio que era radicalmente nuevo.
Marshall McLuhan llamaba a eso el efecto retrovisor: viajas hacia el futuro en una nave espacial y, en lugar de divisar los nuevos mundos y horizontes que se abren ante ti, te quedas atontado mirando por el retrovisor todo lo que dejas atrás. En otras palabras, usamos tecnología nueva para resolver problemas viejos porque nos cuesta entender las nuevas posibilidades que se abren.
Y esa es una constante que se repite una y otra vez: tertulias, más toros, conciertos y orquestas, esa era la primera televisión que se ofrecía en los 50. O el internet de los 90: esencialmente papeles transcritos a digital. Hicieron falta veinte años para que poco a poco entendiésemos y explotásemos de verdad la utilidad del nuevo medio, para que dejásemos de mirar por el retrovisor y viéramos que internet no eran papeles digitalizados, sino formas de comunicarnos, de hacer, de comerciar… completamente nuevas.
Mientras escribimos esto, Isabella da una clase online de Design Graduate a través de Vidiv. En la arena hay ciento y pico personas, cuyas caras se iluminan con colores cundo ríen, aplauden o abuchean por algo.
La gente pide la palabra, entra en directo, chatea y aplaude todo a la vez. Una sinfonía de color, sonido y participación se crea sola. Isabella es la profesora pero también es la orquestadora. No puede hacer lo que haría en una clase del Instituto Tramontana, porque aquí tiene diez veces más alumnos. Ni su forma de contar, ni su discurso, ni su relación con los asistentes debe ser igual. Tampoco los asistentes lo viven de la misma manera. Todo debe ser diferente.
Hacer eventos online que son una copia de los eventos offline es como meter a la orquesta en el estudio de radio, es conducir a tres mil por hora mirando sólo al retrovisor.
Esa pregunta nos atormentaba cuando diseñábamos vidiv: ¿cómo somos cuando estamos lejos pero queremos estar cerca? ¿Qué nos permite la tecnología que tenemos? ¿Que es esencial en un encuentro online y qué es accesorio? ¿Qué no debemos arrastrar de los viejos medios?
Mirábamos a Skype, a Zoom o a Meets y veíamos los primeros vehículos a motor, que eran esencialmente carruajes en los que el caballo se había sustituido por un motor, pero seguían siendo carruajes, aún no eran coches ¿Cómo debe ser este coche si no va a tener caballos y podrá viajar diez veces más rápido? ¿Qué le sobra y qué le falta?
El Walkman y el consumo íntimo de la música, Tinder permitiendo ligar en ratos libres y con más ligereza mental, Vinted para comprar mientras ves series o los gameplays que los adolesentes dejan en segundo plano mientras hacen los deberes… Las charlas TED y sus dieciocho minutos perfectos para youtube o los conciertos en Fortnite…
Formar a cien personas, un encuentro de cincuenta compañeros de trabajo o un allhands de mil… Las personas no cambian, pero los contextos, la tecnología y las interfaces sí. Entender e imaginar, esa es nuestra nave.